Albada

Foto: Osselin Alguna vez he visto amanecer. Todos sabéis cómo es: de la negrura resurge un débil brote sin querer de luz que el ojo apenas asegura -si de un color, si de otro, siempre cálido- que duele, que molesta, que depura su recién vida, crítico y crisálido, a punto de quebrársele la pata al tembloroso cervatillo escuálido. Se pone en pie, se estira, se dilata... Mientras, el ojo, ya desperezado, comienza a reinventar su flor y nata -color, tono, matiz, significado- como si no supiera que la luz nunca ha atendido a Adán ni a su legado. El Sol confuso alarga la testuz, se asoma a ver quién mira y nos conoce aún tras la Tierra-costra-tragaluz y en confianza nos brinda el primer roce. ¿Quién es padre de quién? Se dice El Hombre -obtiene de Natura tanto goce que no queda camino que no alfombre-. ¿Qué sirve de la luz, tautología, si no tiene perrito que la nombre? Y el Sol siguió saliendo cada día, incombustible siempre a nuestros símbolos, ...