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El Faro

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A aquel faro le gustaba su tarea, no sólo porque le permitía ayudar, merced a su sencillo e imprescindible foco, a veleros, yates y remolcadores hasta que se perdían en algún recodo del horizonte, sino también porque le dejaba entrever, con astuta intermitencia, a ciertas parejitas que hacían y deshacían el amor en el discreto refugio de algún auto estacionado más allá de las rocas. Aquel faro era incurablemente optimista y no estaba dispuesto a cambiar por ningún otro su alegre oficio de iluminador. Se imaginaba que la noche no podía ser noche sin su luz, creía que ésta era la única estrella a flor de tierra pero sobre todo a flor de agua, y hasta se hacía la ilusión de que su clásica intermitencia era el equivalente de una risa saludable y candorosa. Así hasta que en una ocasión aciaga se quedó sin luz. Vaya a saber por qué sinrazón mecánica el mecanismo autónomo falló y la noche puso toda su oscuridad a disposición del encrespado mar. Para peor de los males se desató una torment