El Faro
A aquel faro le gustaba su tarea, no sólo porque le permitía ayudar,
merced a su sencillo e imprescindible foco, a veleros, yates y
remolcadores hasta que se perdían en algún recodo del horizonte, sino
también porque le dejaba entrever, con astuta intermitencia, a ciertas
parejitas que hacían y deshacían el amor en el discreto refugio de algún
auto estacionado más allá de las rocas.
Aquel faro era
incurablemente optimista y no estaba dispuesto a cambiar por ningún otro
su alegre oficio de iluminador. Se imaginaba que la noche no podía ser
noche sin su luz, creía que ésta era la única estrella a flor de tierra
pero sobre todo a flor de agua, y hasta se hacía la ilusión de que su
clásica intermitencia era el equivalente de una risa saludable y
candorosa.
Así hasta que en una ocasión aciaga se quedó sin luz. Vaya
a saber por qué sinrazón mecánica el mecanismo autónomo falló y la
noche puso toda su oscuridad a disposición del encrespado mar. Para peor
de los males se desató una tormenta con relámpagos, truenos y toda la
compañía. El faro no pudo conciliar el sueño. La espesa oscuridad
siempre le provocaba insomnio, además de náuseas.
Sólo cuando al alba
el otro faro, también llamado sol, fue encendiendo de a poco la ribera y
el oleaje, el faro del cuento tuvo noción de la tragedia. Ahí nomás, a
pocas millas de su torre grisácea, se veía un velero semihundido. Por
supuesto pensó en la gente, en los posibles náufragos, pero sobre todo
pensó en el velero, ya que siempre se había sentido más ligado a los
barcos que a los barqueros. Sintió que su reacio corazón se estremecía y
ya no pudo más. Cerró su ojo de modesto cíclope y lloró dos o tres
lágrimas de piedra.
Mario Benedetti
Mario Benedetti
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saludos
Saludos